31 de enero de 2013

Hazte tú mismo.

Érase dos veces, la historia de una joven que ansiaba con todas sus fuerzas y con las del resto del mundo vivir. Sentir todas las experiencias posibles y recordarlas era la meta de su vida. Se miraba en el espejo, y se veía a ella sin sustancia, sin esa esencia que nos hace únicos. El pintalabios rozaba su boca, repartía el producto con los dedos y juntaba ambas partes de sus labios. Se lo mordía, se veía irresistible. Ahora era el turno de los ojos. Esos ojos profundos, abiertos y llenos de experiencia, de dolor y de alegría. Se los delineaba sin excederse, se ponía rímel y con ese instrumento que da más miedo que confianza, se rizaba las pestañas. Colocó dos pendientes en sus diminutas orejas. Respecto al pelo no sabía qué hacer con él. ¿Lo dejaba suelto o recogido? No importaba, de las dos formas sería una joven tremendamente sexy. Pero optó por la libertad y dejó su melena suelta, permitiendo que el aire que entraba por la ventana lo acariciase, que desplazase el olor de su mascarilla afrutada. Era el momento de ponerle banda sonora a la situación. Pulsó el botón de la radio, hizo un ruido raro pero en seguida localizó lo que buscaba. Una música que le transportase a ese su mundo, un mundo en el que ella no era ella. Allí era una persona segura, digna de admirar e inimaginablemente sensual. Con la melodía saltaba, bailaba, cantaba…ansiaba ser feliz y cada vez con más facilidad se olvidaba de todo. Solo quería disfrutar de esos instantes. Breves pero intensos, eso era lo que ella buscaba. Sudaba debido al gran esfuerzo que hacía, a las ganas que le ponía a sus movimientos, a sus actuaciones frente a ella misma. Una gota de sudor le cayó en la frente, se limpió y siguió a su tarea. Las gotas empezaron a deslizarse por su espalda, sus piernas y su vientre. Ya se estaba cansando de lo que hacía, así que decidió darse una ducha y desconectar.
A la mañana siguiente tocaba ser la chica que todos conocían. La muchacha tímida, insegura e incluso algo borde. Pero ella en realidad no era así, sus amigos lo sabían. Lo que pasaba es que tenía miedo de que la gente le conociese demasiado, que llegasen a saber sus puntos débiles y que pudiesen atacar donde más duele. En el corazón. Ella no estaba dispuesta a arriesgarse, por lo que siempre que salía a la calle se rociaba con su perfume, rodeaba su fino cuello con un pañuelo informal y se ponía el caparazón que le permitía aislarse del mundo siempre que quisiese. Lo hacía pocas veces, pero lo empleaba. ¿Quién de las dos era la verdadera adolescente? ¿La que brincaba en su habitación sintiéndose libre y viéndose apetecible o la que se encontraba todo tipo de defectos en cuanto pisaba el suelo de la calle? Quería pensar que la primera, porque era así también con sus amistades y familiares. Temía convertirse en una persona aburrida, sencilla, de color apagado… Esa era una de sus peores pesadillas. Por eso día sí, día también le plantaba una sonrisa a la vida. Un sonrisa que demostraba desafío, intelecto y… ¿por qué no? Todo aquello que se le pasase por la cabeza.
No dejes que la gente te haga. Hazte tú mismo.
Colorín colorado, este cuento NO ha acabado.
Sus quiere, Naomi.

26 de enero de 2013

La caja de música


En un caja de cartón, en un desván de una pintoresca casa de los jardines de una ciudad verde y bonita, escondida debajo de viejas revistas, una cuidada caja de música hecha a mano. Bonita por fuera, con detalles preciosos que hacían de su exterior un trabajo casi perfecto. Se notaba antigua, pero las revistas habían cumplido una función improvisada y habían protegido a la caja de música del polvo y los posibles insectos.

En esa bonita y verde ciudad, en esa pintoresca casa, cuyo desván escondía la maravillosa caja de música vivía un muchacho. Un joven de unos 20 años, nada especial. Mediocre en los estudios, algo tímido pero simpático, alto, moreno y con cara de niño. Un día, el joven conoció a una muchacha. Una chica guapa, inteligente, agradable, dulce y algo tímida, como él. Se conocieron, poco a poco, sin saberlo, sin pensarlo, disfrutando inocentes de cada momento.

Un día, los muchachos se quedaron a solas en la pintoresca casa de la bonita y verde ciudad, y decidieron pasar el día en el desván para sentirse aislados del mundo. Ella, curiosa, buscaba entre las cajas de cartón un tesoro, algo material, algo que quizá en una tienda de segunda mano tuviera el valor suficiente como para que ambos no trabajasen nunca. Encontraron la caja de música. Ningún valor material, no valía nada. Él se quedó observando detenidamente la caja, embelesado. Ella la miró fijamente y quedó prendada también de su belleza. Se miraron y como arrastrados por una fuerza ambos se fundieron en un dulce beso.

Los días que siguieron al beso fueron los más felices de sus vidas. Ambos estaban enamorados, vivían para el otro, sentían por el otro cosas que jamás imaginaron. Un amor jamás visto había surgido de pronto en sus corazones. Ambos habían vivido amores, habían sentido mariposas en el estómago con otras personas pero nada así. Se amaban tanto que se sentían la misma persona.

Después de dos meses, después de 61 días de intenso amor, de una relación cuyo final, a ojos de los enamorados, nunca llegaría, los jóvenes decidieron volver a subir al desván. Ella tenía un sueño recurrente, todas las noches desde hacía dos meses. Todo oscuro, una voz de mujer le decía que no podía abrir la caja de música, que pasara lo que pasara no la abriera, un destello de luz e imágenes de él y ella paseando por los hermosos jardines de la bonita y verde ciudad.

Subieron al desván, buscaron la vieja caja de música, la sentaron junto a ellos, compartieron besos y abrazos a su lado, al lado de la caja que había encendido su amor y cuyo contenido inquietaba a ambos. Tumbados boca arriba, contando los trozos de madera que habrían hecho falta para construir aquella pintoresca casa, ella le besó de nuevo y le susurró al oído unas palabras. Él la miró extrañado y preguntó por qué. Ella contestó con un beso más largo e intenso y él cedió. Ambos se incorporaron y acercando la caja de música, cuyos secretos seguían sin ser descubiertos, volvieron a repetir el proceso. Miraron la caja fijamente, luego se miraron mutuamente y se besaron. Él, harto de perder la cabeza cada vez que veía la caja, intentó abrirla pero estaba cerrada. Ella suspiró, se incorporó y comenzó a buscar en la caja de las viejas revistas donde la encontraron. Al fondo del todo, solo una carta.

Ella se sentó a su lado, le quitó la caja de música, le acarició para calmarle y le cedió la carta. Parecía una carta de amor, por la letra, probablemente de una mujer. Un sobre morado, con un matasellos de 1920, dentro algo de metal. Cuidadosamente abrió el sobre, cogió la llave que escondía y abrió con ella la caja de música. Empezó a sonar una dulce melodía y dentro un broche. Un broche de oro, un broche que les permitiría vivir a ambos tres vidas acomodadas sin necesidad de trabajar, solo preocupándose de amarse como nadie lo había hecho antes.

Él gritó, levantó a la muchacha del suelo y le dio vueltas con la mayor cara de felicidad jamás vista. Ella sin embargo se mantenía seria. La bajó, y comenzó a hacer planes para su futuro juntos. Ella volvió a coger la carta y siguió leyendo aquella cuidadosa letra, aquel misterioso papel que expresaba lo que sentía, que le obligaba a hacer frente al hecho más duro que jamás le sucedería.

Os quisisteis como nadie lo había hecho nunca, enamorados por una caja de música. Compartisteis los momentos más dulces de vuestras vidas gracias a ella, pero te dije que no la abrieras. Ahora te sientes vacía, ahora no lo quieres, te parece mediocre, no estás enamorada. El amor se ha esfumado, el amor que guardaba mi caja de música.
Ahora que conoces el amor verdadero y lo has perdido, disfruta de la melodía, se esfuma en el recuerdo como lo hace el amor.

Ella, con la carta en la mano todavía, se levantó y se marchó, para siempre.

Él asumió el hecho de que ella no lo quería, pasó página, se casó y tuvo dos hijos sin volver jamás a subir a aquel desván ni a ver aquella caja y, por supuesto sin entender porqué aquel día, ella se fue. Intentó encontrarla pero fue demasiado tarde, nadie volvió a verla por la bonita y verde ciudad. Él jamás leyó la carta. Vendió el broche y compró una casa en un bonito lago donde vivió con su mujer hasta los 82 años. Murió feliz.

Ella lloró, para siempre. Lloró toda su vida incluso cuando sus ojos se habían secado. Lloró durante 70 años, durante tres matrimonios, durante el parto de cuatro hijos, todas las noches de su vida. No había perdido al hombre de su vida, había perdido el amor verdadero. Y todas las noches, antes de dormir, metódicamente preparaba un café, salía al porche de su flamante casa, abría la caja de música y se sentía, sin entender por qué, feliz.

24 de enero de 2013

Diario de una adolescente feliz.


Me considero una chica bastante fuerte. Durante mi estancia no derramé ni una lágrima de dolor. ¿Acaso serviría para algo? Todo el sufrimiento lo llevaba por dentro. Abandonadas, la soledad y yo estábamos en mí. Ni un solo día estuve sola, todos ellos estaba mi madre conmigo. Y era ella la que lloraba por las dos, porque no podía verme en esas condiciones. Sufría como una madre que ve a su niña pasar por malos momentos, pero eso era lo que aún me daba más fuerzas.
-¿Te duele mucho?-me decía entre sollozos.
-Ni te lo imaginas. Nunca había experimentado un dolor de tal magnitud. Pero pasaré, dentro de poco no me tendrás que ver con estos pelos, ni la bata semitransparente.-Le contesté.
Ella reía mientras moqueaba. Le salieron heridas en los ojos de tanto llorar y en la nariz de tanto sonarse.
No lloré de dolor, lo prometí antes de entrar. Pero lo hice en dos ocasiones cuando recibí las llamadas de mi amigos. Recuerdo que fueron llantos de anhelo, de ganas de saltar y reír con ellos. La primera de las llamadas que me llevó a mi mundo real fue la de mi mejor amiga desde la infancia. Cristina.
Ella es la chica por la que tenía que sonreír al otro lado del teléfono, por la que le quitaba importancia a la situación. Fue su madre la que habló primero con la mía, e insistió en que Cristina por lo menos, escuchase mi voz, que me echaba de menos. Yo no quería, sabía lo que iba a suceder si aceptaba, como si de una predicción se tratase. Pero quería escucharla y que me escuchase, la necesitaba ahora más que nunca.
-¿Naomi?-susurró ella.
Recuerdo perfectamente que iba a entrar al aseo con la máquina que regulaba mis latidos (que hacía un pitido realmente propio de hospital), con los medicamentos que colgaban y que querían ansiosos entrar en mí mediante la vía. Como los odiaba. También iban conmigo las ganas de vivir y de recuperarme y el miedo a que llegase el momento de verme en un espejo. De enfrentarme a la realidad.
-¡Cristina!- dije aguantando el llanto.
-¿Cómo estás?-preguntó arrepintiéndose un poco posteriormente por su tono de voz.
-Fatal, tía. Me duele to...- ya no podía más. Quería tenerla aquí, verla cantar conmigo (que irónico era pensar eso cuando apenas podía respirar con la mascarilla de oxígeno en la cara)
Hablamos poco tiempo pero eso me ayudó a pasar una de las mejores noches en el hospital. No podía dormir ninguna porque el dolor era infernal, pero con cosas como esa todo era mucho más sencillo.
Cuando pude sostenerme en pie sin marearme ni caerme, visitaba a los enfermos y descubrí una sala que daba a la calle. Dejaban las ventanas al desnudo a una ciudad que me hubiese gustado conocer en otras condiciones, aunque no me arrepiento de nuestra presentación.
Desde clase de informática, con amor.
Sus quiere, Naomi.

P.D.: Continuará...

23 de enero de 2013

Sinética

        Una manada de gorilas llamada Magoralis, gobiernan una isla subterránea, y no se puede decir que sea una isla cualquiera, no es más ni menos que una maraca del tamaño de una montaña. Tras el paso de los años la vegetación la ha cubierto, impidiendo ver su aspecto original. A veces los terremotos azotan el lugar, lo que provoca un sonido musical en ellas, el cual hipnotiza a la manada.

         Un día, un pollo al que llamaban Pollozuelo, se aventuró a explorar los laberintos que comunicaban con su pozo. Dado que se había caído en él y no podía volver a subir. Pero a lo largo de su travesía, tuvo que tomar varias decisiones difíciles, como elegir entre un pasillo de chocolate o uno de turrón. Eso sí, el pollo al ser corto de entendimiento, no se preguntó siquiera por qué habían pasillos hechos de comida, simplemente elegía el que más le apetecía y mientras lo recorría, picoteaba el suelo a su paso y se decía a sí mismo: “ si no como ahora, quién sabe cuando volveré a comer”. Es decir, a travesó el laberinto guiado por su sentido del gusto, el cual, curiosamente le ayudó a encontrar la salida de él. Pollozuelo, en vez de alegrarse, se entristeció al pensar que ya no habría más caminos de comida. Lo que él no se esperaba cuando alzó la vista, era encontrarse con un lago de pintura con su monstruo del lago Ness. Un gusano de un kilómetro de  largo, con patas en forma de brazos humanos que utilizaba de remos, a primera vista. Parecía una golosina gigante, el sueño de todo pollo como Pollozuelo. No se lo pensó dos veces cuando el gusano se acercó a la orilla, dio un salto olímpico hacia él, y clavó su afilado pico en la aparente y deliciosa chuche gigante. Pobrecito de él, al descubrir que aunque era comestible, su piel era picante a un nivel inimaginable. Pollozuelo, salto al “agua” descubriendo en ese mismo momento que la pintura contenía somníferos que te hacía soñar con toda gama de colores. Cuando se despertó, se sintió tan pequeño rodeado de enormes gorilas peinados al estilo caniche, dándose tal susto que su pío se convirtió en un grito que enamoró a los gorilas por su musicalidad. Desde ese entonces, los Magoralis lo tomaron como su fetiche, lo mimaron y se sacrificaron por sus mandatos.

         Lo que ninguno sabía, era que en dicho sitio, el tiempo no existía, estaba parado como un reloj sin agujas. Y menos se imaginaba Pollozuelo, que mientras los gorilas-caniches le satisfacían sus deseos (sobre todo estomacales), su amiga la polla llamada Dura la Exploradora se encontraba llorando en el mismo lugar en el que había caído. Este pollo femenino era la prometida de Pollozuelo, y el mismo día de su desaparición era la celebración de la boda. Es verdad que el matrimonio era concertado, pero Dura la Exploradora se sentía atraída a Pollozuelo desde la primera vez que lo vio. Él se estaba columpiándose a la vez que intentaba comerse una miga de pan que había quedado entre sus dedos. Raro pero absolutamente romántico para ella.

         A diferencia de Pollozuelo, Dura no pensaba que camino tomar según el sabor, sino aprovechó que las paredes eran de comida y en cierto modo, frágiles, para hacerles boquetes en ellas con sus patitas. Por lo que rápidamente “encontró” la salida. Entonces, se vio al gusano-gominola y de un modo misterioso, la polla hizo que el gusano la llevara a la isla sin protestar.

Al llegar, vio a Pollozuelo acostado en una hamaca tomando el “sol” mientras dos gorilas le abanicaban con hojas de palmera y otro le ofrecía una bandeja con múltiples bebidas.  Dura se enfado tanto que empezó a piar y a piar dirigiéndose al pollo quien salto del susto al verla, a diferencia de los tres gorilas que se hipnotizaron por su gran belleza y habladuría musical.

Imaginaros lo que ocurrió después.

Los Magoralis, expulsaron de la isla Pollozuelo y proclamaron a Dura la Exploradora como su nuevo fetiche. El pollo femenino, no dudó en aceptar, como venganza a su ex prometido, por todo el sufrimiento causado. Tras eso, pasaron años y años, Dura ya cansada de su vida aburrida como fetiche escapó de la isla e intentó volver a su casa. Por el camino se encontró a Pollozuelo, que se había comido casi todo el laberinto, al verlo sus sentimientos amorosos volvieron en un visto y no visto. Cogió un trozo de turrón y se acerco a él y dijo: “Por este trozo de turrón, ¿prometes convertirte aquí y ahora en mi marido el gallo?” y Pollozuelo contesto: “Sí, lo prometo, mi gallina de turrón”.

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Este minicuentecito es una muestra de sinéctica, una forma de expresar originalidad combinando cosas que en sí mismas no tienen relación alguna.
Espero que haya sido de vuestro agrado,
un beso, Sandra!

Me gusta echar crema, de mayor seré cremallera.

No tengas prisa por crecer. Dicen que hacerse mayor es empezar a darse cuenta de que las cosas no son tan sencillas como el resto del mundo las pinta, pues bien, y yo me he preguntado siempre… ¿Por qué? ¿Por qué no pueden serlo? ¿Por qué tenemos que hacerlo siempre todo tan complicado? ¿Por qué nos mienten cuando somos niños? ¿Por qué no nos lo hacen saber desde el primer momento? Que nos enseñen a vivir, que nos digan la verdad, que nos cojan de la mano y nos digan: ¡Oye niño! El mundo que te espera no es nada fácil, no todo es amistad y amor como en los cuentos, el mundo que está esperándote ahí fuera será tan complicado como tú quieras hacerlo y te tratará mal si se lo permites, y desde ahora vas a tener que enfrentarte a él. ¿No creéis que todo sería mucho más sencillo si desde peques nos dijesen que tenemos que mover ficha en el mundo? Esto es lo que busco, la sinceridad. El saber que le gustas a un chico, que todo será diferente, que llevas la etiqueta por fuera… ¡no sé! Puede que sea vergonzoso pero si te avisan con tiempo te ahorras una gran cantidad de situaciones incómodas a lo largo de tu vida. Sí, de TU VIDA. Esa vida única por la que pasan personas que siempre nos dejan algo suyo y se llevan algo nuestro.
Aprovéchala haciendo aquello que más quieres…ya que no sabemos que nos espera. Lancémonos a la aventura, así lo descubriremos por nosotros mismos.
La vida no consiste en esperar a que pase la tormenta, consiste en aprender a bailar bajo la lluvia.
Sus quiere, Naomi.

20 de enero de 2013

Esos días


Esos días que quiero dormir, esos días que quiero que pasen, esos días que el peso del mundo descarga en mí, que no tengo ganas de nada, que de lo que tenía y tendré ganas no me interesa, que lo más simple me resulta imposible y lo imposible me hace llorar. Esos días que por mucho que intente parecer normal las cosas me sobrepasan, esos días que no deberían existir.

No depende de mí, simplemente están ahí. Puedo sentarme, no hacer nada y dejar que pase todo o levantarme y luchar contra los problemas, contra mí.

Me levanto y recibo una bofetada, no vale ser valiente hoy, dejémoslo para otro día. Pero sabes que volveré a levantarme, todos los días de mi vida, porque merece la pena recibir una bofetada, porque no quiero ser cobarde. Va a doler aunque digan que no, pero más duele sentarse y ver como pasa el tiempo y las cosas no mejoran... 

Pero basta por hoy.


15 de enero de 2013

Diario de una adolescente feliz.


Solo quedan dos días para que me operen. Supongo que debería estar preocupada, nerviosa…pero en lugar de eso, estoy preocupada porque no estoy preocupada. ¿Lo entendéis? No sé, es raro…
Tus amigos te visitan, tu familia te trata mejor que nunca y te regalan casi todo aquello que quieres (menos un unicornio de colorines…que estoy loca dicen…) La cosa parece que va bien, vaya. Pero entonces te ves en la camilla, y ahí no puedes hacer nada.
Todo va muy lento. Pones la televisión (que previamente has pagado), intentas verla pero entonces escuchas ruidos en el pasillo. Giro la cabeza, e intento ver quién es el afortunado que se marcha o el que lo será en un futuro pero que por ahora tiene residencia fija aquí. Y entonces veo a una niña. No llega a los 5 años.
-Cariño, tú no te pongas nerviosa, ¿vale? Mamá estará contigo siempre.
+Pero no quiero que me hagan nada…
Vi a una nena asustada, una niña que como yo estaba ahí sin quererlo. Se había caído por el columpio y eso dio lugar a un brazo roto. Entonces, me entraron unas ganas irrefrenables de llorar. No quería convertirme en una anciana de estas que están en el hospital, que se conocen todas sus esquinas y que dan consejos sobre la comida, o sobre los médicos…puf! Como las odio. Y canté. Solo podía hacer eso, teniendo en cuenta que no me podía mover de la camilla (ni siquiera para ir al aseo)  La nena, al escuchar mi voz, entró a la habitación y se quedó mirándome fijamente.
-¿Te sabes alguna canción?, le pregunté.
+Sí. Me gusta mucho la canción de Justin Bieber.
Me cago en la pena negra…¿de verdad tenía que cantar eso? Pues sí hamijos midos, lo hice. Pero no por mí, sino por esa niña. En cuánto acabé de cantar, esa pequeña cosita, esa nena que hace unos momentos estaba llorando…ahora sonreía. Y sonreía de una forma muy natural e inocente.
Justo entonces apagué la televisión. ¿Para qué la quería?¿Para despistarme de la dulzura que desprendía esa  pequeña criatura?
-Gracias-me dijo la niña.
+No me las des, ya que estamos aquí intentemos pasarlo bien. Me alegro de haberte sacado una sonrisa, por pequeña que sea.
-jajaja, eres muy simpática. Mañana vendré a verte.
+Espero que no, eso significará que ya estás buena, que te puedes ir a casa a jugar con tus muñecas.
Al día siguiente no venía nadie a mi habitación. Estaba feliz y triste a la vez porque la pequeña no venía. Ya no estaba conmigo en la habitación cantando.
Tenía pensado dormir la siesta, porque después de 7 horas en quirófano la gente se cansa y eso…Pero entonces, se me quitaron todas las ganas de  dormir. Allí estaba, Abril, la pequeña que ahora había conseguido sacarme a mí una gran sonrisa. Venía con su casita de muñecas dispuesta a compartirlas conmigo. Solo le puse una condición. No más Justin Bieber, por favor. La pequeña sonrió, se sonrojó y mirándome a los ojos me dijo: Lo que tú digas, amiga.